Capítulo 2
Historia geológica del agua
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          Que inapropiado es llamar a este planeta Tierra, cuando es obvio que es Océano. 
          Arthur C. Clarke
 
 

El origen del agua terrestre es un tema sujeto a especulaciones. No se ha encontrado aún agua líquida en ningún otro astro conocido. Sólo se han observado indicios muy antiguos (varios miles de millones de años) de que alguna vez existió en Marte y, tal vez, en el interior de los satélites mayores de los grandes planetas1. Todos estos cuerpos celestes son hoy muy fríos, con atmósferas de baja densidad2, y no existen las condiciones físicas, en sus superficies, para que el agua líquida pueda subsistir3

En varios astros del sistema solar, existe el agua bajo la forma de hielo y de vapor (aunque esto último en mucho menor grado y solamente cuando las temperaturas son relativamente elevadas, generalmente en las cercanías del sol). 

Pero en las condiciones gélidas del espacio interplanetario exterior, la mayor parte del agua sólo se da en estado sólido. 

Se sabe que hay hielo de agua en los cuerpos planetarios más alejados del sistema, por ejemplo, en Plutón, en Tritón (un satélite de Neptuno), y en la mayoría de los cometas. 

Los cometas son pequeños cuerpos celestes (con dimensiones que rara vez superan unos pocos quilómetros o decenas de quilómetros) constituidos por una mezcla de hielo y rocas. Los “hielos” cometarios están formados de elementos y compuestos livianos, como el nitrógeno, el CO2 y agua. A medida que se acercan al sol, estos “hielos” se subliman en gases despidiendo chorros de partículas que, empujados por el “viento solar” dan lugar a la “coma” y la “cauda” del cometa4. 

La importancia de los cometas radica en su número. Aparentemente hay millones, tal vez billones, en las postrimerías más alejadas del sistema. Serían en cierto modo los remanentes de muchos billones más que existieron en los primeros tiempos de la formación del sistema solar. La mayoría de los antiguos cometas fueron “atrapados” por los planetas, cayeron en sus superficies, y contribuyeron a formar sus masas actuales. 

No sabemos cuantos cometas u otros cuerpos análogos (por ejemplo asteroides y meteoritos) fueron necesarios para formar la Tierra, o si había un núcleo inicial preexistente que creó las condiciones gravitacionales para que cayeran los microastros. Sí sabemos que hubo un bombardeo prolongado e intenso durante largo tiempo que se expresa claramente en los cráteres visibles sobre las superficies de la Luna, Mercurio y otros astros del sistema. Los astrónomos llaman “gardening” a ese proceso. En la Tierra, las cicatrices de ese bombardeo desaparecieron debido a la acción de los agentes atmosféricos. 

De todas maneras, los aportes traidos por los billones de cometas, asteroides y meteoritos se fueron incorporando a la masa terrestre. 

Ellos incluían considerables volúmenes de nitrógeno, CO2 y H2O. El CO2 se liberó bajo forma gaseosa y constituyó por mucho tiempo la base principal de la atmósfera. Más tarde fue removido por los organismos vivos y sepultado en los sedimentos bajo la forma de carbonatos, carbones e hidrocarburos. 

El nitrógeno también se incorporó a la atmósfera, representando el segundo gas en volumen de la misma. Al fijarse el CO2 su proporción relativa aumentó y hoy constituye el 78% de la composición media del aire. 

El agua, en cambio, en las condiciones de presión de la superficie terrestre, tiene un punto de ebullición relativamente elevado (alrededor de los 100°C) y por ende permaneció en estado líquido constituyendo la hidrosfera. La mayor parte del agua líquida se acumuló en las depresiones de la corteza, generando los océanos, y el resto se infiltró dentro de las formaciones rocosas o se congeló en las zonas más frías cercanas a los polos o montañas elevadas. 

Las aguas oceánicas quedaron expuestas a la radiación solar dando lugar a procesos de evaporación generalizados a lo largo de su superficie de contacto con la atmósfera. El calentamiento del agua y de las superficies continentales provocó fenómenos de convección de las capas troposféricas inferiores, elevando el vapor de agua hasta los niveles de condensación, formando nubes. La circulación atmosférica producida por las diferencias de temperatura empuja las nubes hacia los continentes, donde una parte del agua cae bajo la forma de lluvia. 

Este proceso, que nos resulta tan familiar, es el producto de las condiciones térmicas y de presión atmosférica particulares de La Tierra, que permiten que la mayor parte del agua se encuentre en estado líquido y que se desarrollen fenómenos de evaporación y condensación, con formación de nubes y su posterior precipitación. 

En los hechos, esta dinámica se estableció simultáneamente con el desarrollo de la vida. Al principio, los mares fueron “colonizados” por innumerables organismos, que más tarde se extendieron a los cuerpos de agua continentales y, finalmente, al resto de los ambientes subaéreos. 

El ciclo hídrico fue profundamente influenciado por la vida. Los organismos modificaron las propiedades físico-químicas de las aguas en donde vivían. No hay parámetro hidrológico que no se haya visto modificado por la presencia de seres vivos en el agua: el albedo (reflectividad), la tensión superficial, la viscosidad, la turbidez, los tenores en sales y en gases disueltos y la composición química, entre otros. 

Debido a la complejidad del proceso, es muy difícil reconstruir las secuencias de eventos que dieron lugar a la evolución planetaria, y en particular a los cambios en el ámbito hidrosférico. 

El registro geológico nos presenta una información fragmentaria. Las dimensiones y forma de los océanos cambiaron. Hubo épocas en que parte del agua permaneció congelada en las zonas más frías (épocas glaciares) descendiendo el nivel y extensión de los océanos, y otras en que todo el hielo se fundió subiendo el mar a sus niveles máximos5

Las formas de los continentes, y por ende de las cubetas oceánicas también variaron. Algunos continentes se dividieron, los fragmentos, así formados, migraron lentamente y, en ciertos casos, se fusionaron con otros fragmentos dando lugar a nuevas masas continentales de contornos diferentes. Concomitantemente, cambiaron de forma los océanos. Algunas depresiones oceánicas, como el océano Atlántico, se establecieron en tiempos geológicos relativamente recientes (hace unos 100 millones de años). Otros son mucho más antiguos, como por ejemplo, el océano Pacífico, cuya génesis es incierta. 

Durante los miles de millones de años transcurridos, las aguas oceánicas recibieron enormes volúmenes de sales, hasta estabilizarse en forma relativa en la composición actual. Parte de estas sales fueron inmovilizadas y sepultadas en el fondo del mar por mucho tiempo. Algunas reaparecieron en las nuevas montañas formadas en las márgenes orogenéticas de los continentes. 

También desde el principio, las aguas subterráneas estuvieron expuestas a las fuentes de calor interiores del planeta. Estas últimas, de origen predominantemente radiactivo6, fueron un factor principal en la dinámica terrestre. Gran parte de los procesos geológicos de la corteza se dieron en presencia de agua7. El agua líquida o gaseosa se introduce por las fisuras arrastrando solutos variados que finalmente van a cristalizar bajo la forma de minerales. Una gran parte de los minerales de las rocas se originan de esa forma (por ejemplo, los feldespatos y el cuarzo). Estos procesos de mineralización son llamados hidrotermales (cuando se dan en presencia de agua líquida) o neumatolíticos (cuando ocurren debido a la acción del vapor). Muchas rocas se originan en estos ambientes: la mayor parte de las rocas metamórficas, las migmatitas, casi todas las rocas filonianas y otras.  De igual modo, el registro mineralógico incluye numerosos minerales hidratados originados en ambientes acuosos subterráneos, como las micas, los anfíboles, las arcillas y los yesos. 

Los fenómenos volcánicos también se deben a la presencia de agua. Una de las principales causas de las erupciones es la vaporización del agua caliente al descender la presión que la mantenía en estado líquido. Las “burbujas” de vapor liberadas del agua en ebullición son el “pistón” que empuja las lavas y clastos volcánicos a lo largo de fracturas y chimeneas, y termina derramándolas en el exterior. A la vez, la mezcla de agua líquida y gaseosa, tiene un efecto lubricante que facilita el flujo de las lavas. De no ser así, éstas, cuya viscosidad es muy elevada, no podrían escurrirse por los estrechos conductos de efusión. Las grandes columnas de “humo” que salen de los cráteres volcánicos, están sobre todo formadas por vapor de agua emitido durante los procesos efusivos. Del mismo modo, los géyseres y fumarolas, tan frecuentes en las zonas volcánicas, incluyen principalmente eyecciones acuosas calientes. 

El agua es también el factor principal en la génesis de las rocas sedimentarias. Con muy pocas excepciones, los sedimentos se forman debido al arrastre de las partículas y materiales por las corrientes de agua líquida (ríos, corrientes marinas y lacustres, etc.) o sólida (glaciares). 

Cuando los sedimentos son sepultados, sufren procesos de compactación y deshidratación. Parte del agua, sometida a condiciones de elevadas presiones y temperaturas, migra fuera de los sedimentos, reduciendo el contenido hídrico de los mismos. 

A pesar de ello, el material sedimentario retiene un contenido importante de agua, parte del cual puede incorporarse a los nuevos minerales que se forman durante los procesos diagenéticos. 

Como se ve, el agua juega un rol fundamental en la dinámica de la corteza terrestre y en la formación de las rocas. No sólo es el agua el factor central en el ciclo hidrológico, sino también lo es en el ciclo petrogenético. 
 
 
 

La formación de las arcillas y de las sales

La composición geoquímica de las aguas de la superficie de la tierra (tanto las llamadas “superficiales” como las subterráneas) se relaciona con los procesos de formación de suelos, que a su vez están estrechamente vinculados con la descomposición (generalmente biológica) de las rocas. Los fragmentos de éstas se desagregan en sus componentes minerales individuales (bajo la forma de agregados pequeños, invididuos cristalinos o vítreos o trozos de estos últimos). A medida que tiene lugar este proceso de desagregación, los minerales sufren procesos varios de modificación química, el más importante de los cuales es la hidratación. Los minerales aluminosos, como las micas blancas y los feldespatos, y los minerales ferromagnesianos, como los anfíboles, micas negras y piroxenos, se transforman en minerales hidratados de tipo arcilloso (filosilicatos) e hidróxidos de hierro y/o aluminio (Millot, 1979)8

En los climas tropicales húmedos, la “agresividad” bioquímica del ambiente da lugar a la meteorización intensa de los minerales del sustrato, que son rápidamente alterados en arcillas e hidróxidos, o fragmentados en arenas (generalmente cuarzosas). 

Los minerales originales ricos en sílice, y relativamente más pobres en aluminio, como el feldespato sódico (albita: Si3 Al Na O8) o potásico (ortosa: Si3Al K O8) pierden su sodio y su potasio (debido a la elevada solubilidad en el agua de estos cationes) que se incorporan a las aguas de escurrimiento o de infiltración. En condiciones de tropicalidad húmeda pierden además parte de su sílice. Los feldelspatos con proporciones equivalentes de Si y Al (anortita: Si2 Al2 Ca O8), ceden su calcio y, en climas tropicales húmedos, también parte de su Si. 

Los minerales arcillosos resultantes de la alteración química de los feldespatos, cuando hay déficit de sílice, son las caolinitas (arcillas con espaciado intercapa de 7 Å) y, cuando hay déficit de aluminio, las esmectitas (espaciado intercapa de 14 Å). 

La mica blanca (muscovita) se altera con dificultad y más bien sufre un proceso de desagregación en laminillas cada vez más finas. El resultado final de su argilización es un mineral arcilloso denominado illita (cuyo espaciado intercapa de 11 Å) (Ford, 1998). 

Los minerales ferromagnesianos de las familias de los anfíboles y piroxenos (inosilicatos), pierden su magnesio y parte de la sílice (en ambientes cálidos y húmedos), dando lugar a arcillas de tipo esmectítico o caolinítico (dependiendo de la abundancia de Si), liberando además hidróxidos de aluminio (gibbsita: Al (OH3)) y hierro (goethita: FeO.OH). 

El cuarzo (SiO2) es un mineral que se altera con dificultad, permaneciendo casi intacto. En algunos casos puede sufrir procesos de alteración a nivel de la superficie de los granos. En los suelos de meteorización profunda tiende a constituir la mayor parte de la fracción arena. 

Los suelos tropicales, ricos en caolinita, gibbsita y goethita, son denominados “ferralíticos” o “latosoles”. Las rocas originadas a partir de la oxidación y endurecimiento de estos suelos son las lateritas. Las formaciones lateríticas ricas en aluminio se denominan bauxitas9. 

Las aguas que escurren de los suelos tropicales transportan los principales cationes que han sido liberados por el proceso de meteorización. Ellos son el K, el Na, el Ca, el Mg, y en menor grado el Si. El aluminio y el hierro tienden a permanecer in situ o experimentan tan sólo migraciones locales. 

A medida que el agua se desplaza hacia zonas climáticas más áridas, los cationes disueltos tienden a ser incorporados en nuevos minerales secundarios formados al interior de los suelos y formaciones geológicas. 

En los climas subhúmedos y semiáridos, la mayor parte o todo el silicio disuelto se integra a las arcillas neoformadas. Éstas, son normalmente de tipo esmectítico (por ejemplo, montmorillonitas) constituidas por una estructura cristalina en donde las proporciones de aluminio y silicio son equivalentes. Las esmectitas de los suelos subhúmedos y semiáridos incorporan con frecuencia, además, el catión Ca. 

Cuando hay exceso de silicio, éste puede cristalizar en las formaciones en contacto con el agua, dando lugar a acumulaciones silíceas denominadas “silicificaciones”. Éstas están formadas por microcristales de cuarzo (calcedonia) o formas amorfas hidratadas de tipo opalino (Si2O). H2O. 

Cuando hay exceso de calcio, éste se integra a los minerales carbonatados (de tipo calcítico) que cristalizan en el interior o zona de oscilación de las napas dando lugar a concreciones y caliches. 

A medida que el agua se acerca a los ambientes más áridos, el calcio precipita en forma de sulfatos, dando lugar a acumulaciones de yeso (SO4 Ca.2H2O) y, en algunos casos, anhidritas (SO4Ca). 

 En los climas de aridez elevada, la precipitación de los cationes más móviles, como el Mg, el K y el Na se produce generalmente bajo la forma de cloruros. Los principales cloruros de este origen son el cloruro de sodio, ClNa (halita o sal común), el cloruro de potasio, ClK (silvita) y el cloruro de magnesio y potasio o carnalita. 

En algunos casos, esta precipitación se da bajo la forma de nitratos (por ejemplo nitratos de sodio) y en otras de carbonato, como es el caso de la sosa: CO3Na.10H2O. 
 
 
 

La biostasia y la rhexistasia

Hace un tiempo atrás, H. Erhart, autor del libro titulado “La génesis de los suelos en tanto que fenómeno geológico”, viajó por barco cruzando los ríos Congo y Amazonas10. Erhart estaba intrigado por la escasa turbidez de las aguas. No habían sedimentos, ni arcillas, nada del color marrón que uno puede esperar de ríos caudalosos drenando cuencas tan extensas. Fue en ese momento que se dio cuenta de que las características de estas aguas no representaban más que la expresión sintética de lo que pasaba en las cuencas de los ríos. Los grandes cursos fluviales provenían de cuencas de selvas húmedas donde no había erosión. Son ambientes en que predominan los procesos químicos de origen orgánico. Las aguas fluviales estaban exportando sales, en forma invisible, lenta pero seguramente. Los suelos estaban perdiendo sus iones disueltos en el agua en dirección al mar. Sin embargo, casi no había transporte de sedimentos. Los cationes de calcio, sodio, potasio, magnesio, silicio, los aniones de carbonatos, fosfatos y cloruros eran transportados disueltos en el agua en pequeñas proporciones, pero al cabo de cada año se evacuaba un volumen impresionante de sales hacia el mar contribuyendo a aumentar gradualmente la salinidad de los mares o proveyendo materia prima para los caparazones u otros componentes de los organismos marinos11

También se dio cuenta Erhart de que éste era el origen de las calizas geológicas. Estas rocas eran el resultado de viejos procesos de pedogénesis (meteorización) en ambientes de selvas húmedas. Los actuales barros calcáreos del fondo del océano son los equivalentes de aquellas antiguas calizas que se habían formado hace 100 ó 200 millones de años en la Era Mesozoica cuando los dinosaurios recorrían la tierra. 

Sin embargo, estos barros calcáreos del pasado no continuaron formándose eternamente. Sabemos que un día los sedimentos calcáreos dejaron de depositarse y encima de ellos se acumularon sedimentos diferentes. 

En primer lugar aparecieron formaciones arcillosas, margosas (arcilloso- calcáreas) y limosas y más tarde, materiales arenosos (areniscas). El conjunto de estos depósitos detríticos recibe el nombre de flysch. En posiciones superiores se encuentran unidades conglomerádicas que se conocen geológicamente como molasas. 

Erhart leyó el libro geológico constituido por las capas antes mencionadas, y llegó a la conclusión de que éste era un indicio de que la selva había desaparecido y que los suelos comenzaban a ser erosionados. 

A ello hay que agregar la ocurrencia de ascensos orogénicos en los geosinclinales que dieron lugar a la “continentalización” de las zonas de acumulación marinas. 

La presencia de materiales detríticos es resultado de la erosión de los suelos, y el aumento del tamaño de grano de los mismos se relaciona sobre todo con la disminución de la profundidad del fondo marino. Las arcillas, margas y limos se depositaron en aguas someras y de profundidad media, las arenas en aguas litorales, y los conglomerados en los valles fluviales que se formaron luego de la emergencia de los sedimentos sinclinales. 

Al período de estabilidad geológica, en que predominó la alteración química en los continentes, correspondiente con las acumulaciones calcáreas, lo llamó biostásico. A las épocas de inestabilidad, en donde dominaron los procesos erosivos y los sedimentos detríticos, lo denominó rhexistásico. 

Hoy, al igual que en otras épocas, muchas grandes selvas están desapareciendo. Esta vez no se trata de una evolución natural, del tipo de las que ocurrieron periódicamente en la historia geológica, sino de un proceso debido a la acción humana. Los procesos de deforestación se han generalizado. Los bosques se talan y queman, los suelos se erosionan, las aguas limpias de los ríos se transforman en flujos barrosos. Sobrevolando el río Amazonas, cada año tenemos nuevas sorpresas. Los afluentes se vuelven amarillos y marrones. El río Amazonas ya no es verde oscuro. En términos geológicos, las selvas se mueren. 

En otros tiempos las cosas eran distintas, algunos bosques desaparecían, pero otros nacían, y por lo tanto había siempre selvas que contribuían a mantener estables los niveles de CO2. Hoy, todos los bosques están desapareciendo al mismo tiempo. Sin lugar a dudas, los efectos serán múltiples. A pesar de que no podemos pronosticar los detalles de la evolución futura del planeta, sabemos que esta rhexistasia es distinta a las anteriores. A diferencia de aquellas que tuvieron naturaleza cíclica, ésta puede ser de carácter irreversible. 

El restablecimiento del equilibrio del planeta, tanto en el ámbito de los continentes como de los océanos, implicará la preservación de los bosques tropicales que todavía subsisten, proporcionando la cubierta protectora para la erosión de los suelos y para la estabilización biostásica de los fondos oceánicos. Ello sólo será posible si se reformulan las voluntades políticas globales, sobre todo en los países centrales y en las organizaciones internacionales que de ellos dependen (Clark, 1989). 12 
 

Referencias

1. Por ejemplo, en Europa, luna de Júpiter cuya superficie es lisa y fracturada localmente, aparentemente compuesta de “hielos” que funden con cierta regularidad, en los otros satélites de Júpiter (por ejemplo Calisto, Ganímedes e Ío), en Titán (el mayor satélite de Saturno), etc. 

2. Tal vez, con la única excepción de Titán. 

3. Aunque probablemente exista en el interior. 

4. Cabellera (coma) y cola (cauda). 

5. Los niveles elevados del mar se denominan transgresiones y los niveles más bajos se llaman regresiones. Ambos fenómenos son de carácter relativo, las transgresiones recientes serían consideradas regresiones al comparárselas con los niveles muy elevados de los mares miocenos (cuando no existían inlandsis o estos eran muy pequeños). 

6. Energía producida por la desintegración de numerosos isótopos radiactivos que existen en la corteza, como el potasio40, varios isótopos del uranio y del torio, etc. 

7. Los procesos profundos de cristalización mineral se denominan neumatolíticos cuando se dan en presencia de vapor de agua e hidrotermales, cuando tienen lugar en un ambiente acuoso líquido con altas temperaturas y presión. 

8. Corresponde distinguir entre las arcillas propiamente dichas (partículas cuyo tamaño de grano es menor a 2 micras) y los minerales arcillosos. Estos últimos son silicatos de aluminio hidratados con estructura cristalina en forma de hoja, de allí que reciben el nombre de filosilicatos.  

9. Las bauxitas son utilizadas para la extracción de aluminio. La mayor parte de los yacimientos de bauxita se encuentran en regiones tropicales húmedas (por ejemplo Jamaica y Guyana). El procesamiento de la gibbsita, que requiere un gran consumo de energía se realiza en países que disponen de energía barata (por ejemplo Noruega y Canadá). 

10. Erhart, H., 1968, La génèse des sols en tant que phénomène géologique, Masson, París, Francia. 

11. Si Erhart navegara en la actualidad los mismos ríos que recorrió en tiempos pasados, se encontraría con una situación muy diferente. Hoy, los ríos Amazonas y Congo ya no fluyen límpidos, sino cargados de sedimentos erosionados en las vertientes de su cuenca. Sin lugar a dudas, el planeta está entrando en una rhexistasia de origen humano. 

12. Clark, William C., 1989; “Managing Planet Earth”; en Scientific American, Septiembre de 1989, Vol. 261, N° 3, p.46-57. 
 
 
 

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