Capítulo
12
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El agua y las ciudades |
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Uno de las causas más importantes
del agotamiento y degradación de los recursos hídricos en
el mundo actual son las aglomeraciones urbanas. Para su funcionamiento
las ciudades requieren grandes volúmenes de agua. El suministro
doméstico, municipal e industrial, el riego de jardines, espacios
verdes y huertas, la higiene de los establecimientos comerciales, ferias,
plazas y otros sitios análogos, consumen considerables del líquido
vital, frecuentemente, más de lo que se puede extraer de pozos y
cursos de agua cercanos.
Los niveles de consumo urbanos dependen del tamaño de la ciudad, del tipo de actividades desarrolladas y de la capacidad de satisfacer la demanda que tienen los sistemas de abastecimiento. Comparadas con las urbes contemporáneas, las ciudades antiguas
eran relativamente pequeñas1, las actividades
económicas (que no incluían grandes industrias) requerían
volúmenes de agua comparativamente reducidos y la capacidad de suministro
estaba limitada por la tecnología y los recursos disponibles en
la proximidad de sus sitios. El crecimiento urbano y la expansión
industrial permitieron un acelerado crecimiento de la demanda de agua,
la que a su vez fue satisfecha por un rápido desarrollo de la tecnología
hidráulica. Esto creó una nueva situación de alto
consumo localizado, en condiciones de fuerte concentración demográfica,
ejerciendo una presión mucho mayor en los recursos hídricos
locales.
El origen de las ciudades Durante varias decenas de miles de años los seres humanos se organizaron de acuerdo a modelos “naturales” no urbanos, en donde la interacción entre las comunidades y los sistemas hídricos y geobiológicos se desarrollaba en un marco relativamente armónico. En gran medida, las sociedades funcionaban como una parte intrínseca de la naturaleza, las modificaciones a los sistemas naturales no afectaban la fisionomía general de los mismos, algunas especies eran disminuidas, incluso extinguidas, otras eran promovidas, aumentando su población y extendiendo las áreas de ocurrencia. Sin embargo, a través del tiempo, el equilibrio natural se mantenía. En este tipo de ocupación del territorio, los cuerpos de agua y acuíferos eran utilizados de acuerdo a las necesidades fisiológicas, sociales y productivas, pero esta utilización no alcanzaba niveles que pudieran afectar la sostenibilidad de los sistemas. Los interfluvios y los valles permanecían cubiertos por una cobertura vegetal poco modificada y los regímenes hidrográficos eran estables y relativamente predecibles. El desarrollo de la agricultura comenzó a introducir cambios en esta situación. Fue un proceso lento, difícil de situar con precisión en el tiempo. Se han encontrado restos arqueológicos de semillas en yacimientos de gran antigüedad, 8,000 a 10,000 años antes del presente, en el Medio Oriente, en China, en India y en Mesoamérica. Es probable que existieran prácticas de cultivo mucho más antiguas, pero su identificación no es fácil. La aparición de las sociedades “francamente agrícolas” se produjo en forma relativamente rápida algunos milenios más tarde: se domesticaron el trigo, la avena, el arroz, el maíz, el sorgo y el mijo generándose intensas modificaciones en el uso del suelo y en la organización social. Al principio, las comunidades de cultivadores poseían formas de relacionamiento con la naturaleza muy similares a las de las sociedades “naturales”2. Durante varios milenios fueron aún verdaderas “sociedades agronaturales”. En este período los cambios en los sistemas hídricos fueron limitados, en algunos casos prácticamente imperceptibles. De a poco se fueron extendiendo las prácticas agrícolas
y disminuyó la componente productiva de recolección y caza.
A la vez, la producción de excedentes alimenticios permitió
el incremento de las actividades de intercambio. Del mismo modo aumentó
la importancia del sector social dedicado al comercio. En muchos casos
este poder comercial se tradujo en el campo político desarrollándose
estratos sociales dominantes y estructuras institucionales acordes. Como
resultado de este proceso aparecieron los primeros núcleos ciudadanos.
Éstos estaban frecuentemente asociados a ciertos lugares de importancia
religiosa o localizados en sitios de fácil acceso, apropiados para
el comercio. Esta evolución provocó una mayor concentración
demográfica en el sitio urbano y una creciente presión sobre
los recursos locales y especialmente sobre el agua.
Los conceptos de “urbano” y “rural” El establecimiento de estas primeras “urbes” dio lugar a la creación de una nueva dicotomía conceptual: el campo y la ciudad. Por un lado estaba la gente que vivía en las ciudades, la “población urbana”, y por otro quienes habitaban fuera de éstas, en sus zonas de influencia, la “población rural”. A partir de ese momento y aún hoy3, las zonas rurales se definen exclusivamente por contraposición a las urbanas y su mera existencia implica la presencia de ciudades. La utilización de los recursos rurales estaba (y aún está)
relacionada con la presencia de ciudades en el territorio. La explotación
de los recursos del espacio rural es a la vez rural y urbano. En el caso
particular del agua, a medida que se fueron agotando los recursos del sitio,
las ciudades fueron estirando sus acueductos para explotar los sistemas
hídricos más próximos, generalmente localizados en
su propio “hinterland” rural.
La expansión de las sociedades agrourbanas Las sociedades agrourbanas así formadas fueron ganando espacios a las sociedades agro-naturales y agrarias, que gradualmente se vieron relegadas a las zonas más aisladas o de menor productividad agrícola. A medida que aumentaba su poder económico y político, fueron creciendo en tamaño y población hasta alcanzar dimensiones considerables. La gran expansión colonial europea que ocurrió a partir del siglo XV y la revolución industrial que la sucedió tres siglos más tarde, aceleraron la ocupación de nuevos espacios por parte de las sociedades urbanas dominantes. Durante los últimos dos siglos se ha asistido a la paulatina desaparición de la mayoría de las sociedades agronaturales y agrarias, que se han visto invadidas, ocupadas o desplazadas por los múltiples agentes políticos, económicos y socioculturales originados (directa o indirectamente) en las grandes metrópolis. Al mismo tiempo, como resultado de la tecnificación creciente y de la emigración del campo a la ciudad, se produjo una reducción de la gravitación de las comunidades rurales, que gradualmente han ido perdiendo influencia a nivel económico, político y social. Esta evolución no hizo más que aumentar la presión
sobre los recursos hídricos en las zonas densamente pobladas del
planeta. La extracción de aguas a partir de ríos, lagos,
pozos y canales se incrementó en forma aún más rápida
que la población. Para ello influyó el cambio cualitativo
experimentado por la economía durante este período histórico.
Gradualmente, al cambiar las tecnologías productivas, los requerimientos
hídricos se hicieron mayores. Al irrumpir la revolución industrial,
las intervenciones humanas sobre los sistemas hídricos experimentaron
una intensificación acelerada, introduciendo modificaciones que
habrían de alterar muchos cuerpos de agua en forma vigorosa, y a
veces, irreversible.
El origen de las ciudades industriales Las urbes modernas son el resultado de la Era Industrial. Antes de la revolución industrial, que Alvin Toffler denominara “la Segunda Ola”, las ciudades más grandes del mundo eran relativamente pequeñas4. En el año 1400 había muy pocas que excedieran los 100,000 habitantes. En Europa, Roma y París tenían unos 50,000 habitantes cada una; Shanghai, 100,000; en Fez, la capital de Marruecos, residía una cantidad similar; Timbuctú en el Sahel albergaba menos de 80,000 personas y las poblaciones de las principales ciudades nativo-americanas: Tenochitlán y Cuzco no sobrepasaban por mucho las cifras antes mencionadas. El período llamado “Renacimiento” del siglo XVI fue en gran medida el resultado de la incorporación de vastas áreas “no-ecuménicas” en el mundo euro-afro-asiático. Ello ocurrió a partir de los mal llamados “descubrimientos” y del imperialismo político y militar de las potencias europeas. Esta tendencia hacia la globalización del comercio y poder político aseguró la consolidación política de los estados europeos, así como la acumulación en ellos de enormes recursos financieros que permitieron las inversiones necesarias para el desencadenamiento de la revolución industrial. Los primeros ensayos industriales tuvieron lugar en algunas ciudades que originalmente se habían desarrollado como centros comerciales (burgos). Los procesos industriales requerían muchos obreros para manipular las nuevas maquinarias y miles de trabajadores de las zonas rurales pobres comenzaron a migrar hacia las áreas urbanas en franco crecimiento. Este fenómeno llevó a la despoblación de vastas áreas rurales, disminuyendo la importancia social, cultural y política de las mismas. El desplazamiento de tanta población se tradujo en el crecimiento impetuoso de las zonas urbanas industriales. A fines del siglo XVIII ya había varias ciudades que excedían los 100,000 habitantes: en Inglaterra (Londres y Manchester), en Holanda (Amsterdam y zonas vecinas), en Francia (París), y en Alemania (Hamburgo). El desarrollo rápido de estos centros urbanos no permitió una planificación urbana adecuada. Las nuevas ciudades carecían de servicios y la calidad de vida de la clase trabajadora dejaba mucho que desear. Entre las grandes megalópolis industriales desarrolladas en el siglo XIX, Londres fue la primera en sobrepasar el millón de habitantes. En 100 años creció de 120,000 habitantes (1800) a 3 millones (1900). Durante ese mismo período, París pasó de 80,000 a 1,5 millones de habitantes. Nueva York, que era la ciudad industrial más grande de América del Norte, alcanzó el millón de habitantes en 1870 y los 2 millones, 30 años más tarde (1900). El desarrollo vertiginoso de estas grandes urbes industriales generó problemas ambientales de magnitud y alcance desconocidos hasta entonces. A fines del siglo XIX el smog amenazaba la salud de los habitantes urbanos de Londres y Nueva York y el hedor de las aguas contaminadas del Támesis y del Hudson invadía los barrios cercanos a sus orillas. Fenómenos similares se produjeron en el río Sena, en París, en el río Ruhr en Alemania, y en el río Po, en Italia. La gravedad de la situación llevó a que los gobiernos e industriales de estos países encararan obras hidraúlicas para disminuir la degradación de los ríos e instalaran plantas de tratamiento de agua potable, redes de saneamiento, efluentes alejados de la ciudad, perforación de pozos protegidos, etc. Estas obras se fueron ejecutando en la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. De esa manera se fueron resolviendo algunos de los problemas más críticos pero, al no detenerse el crecimiento urbano, comenzaron a aparecer otros nuevos, que mostraban la insostenibilidad del modelo urbano industrial. De todas formas, las grandes metrópolis industriales continuaron creciendo por muchos años. Londres alcanzó 7 millones de habitantes en 1930; en 1940 la población de Nueva York superaba los 9 millones de habitantes; en 1935, París, Moscú, Berlín y Tokio excedían los 2 millones de habitantes. Este crecimiento urbano sin precedentes históricos aconteció como consecuencia lógica de un modelo basado en las ventajas comparativas que otorgaban los sistemas de producción industrial, concentrados operativamente, y abigarrados demográficamente. La organización productiva se basaba en el uso de máquinas y motores impulsadas por combustibles fósiles (por ejemplo, carbón y petróleo), y más tarde en la energía hidroeléctrica. El sistema utilizaba un complejo método productivo en que cada trabajador se especializaba en una tarea específica para lograr un máximo de eficacia. La gestión del sistema estaba centralizada en una gerencia operativa que supervisaba todos los pasos del proceso y aseguraba su coordinación y agilidad. Las nuevas fuentes de energía y la eficacia organizativa permitió la multiplicación de la producción, lo que a su vez suministró oportunidades de empleo a muchos habitantes rurales, quienes continuaron migrando en grandes números, ya sea para trabajar en las nuevas fábricas, o para ingresar en las numerosas actividades de servicio relacionadas con el crecimiento económico industrial. Este modelo no sólo se utilizó para organizar la producción a nivel de las plantas, se aplicó también en otros aspectos de la vida social: se construyeron grandes represas y redes de abastecimiento de aguas, elevados rascacielos, hospitales de gran tamaño, supercarreteras y grandes establecimientos escolares y universitarios. En otras palabras, para la sociedad industrial “lo enorme era hermoso”. El desarrollo de una ciudad se medía por la altura de su edificio más alto, por la longitud y anchura de su mayor autoruta, por el tamaño de sus fábricas o de sus estadios deportivos y por el número de sus habitantes. La calidad de vida era secundaria. Los viejos problemas de sostenibilidad ambiental que habían experimentado Londres y Nueva York a fines del siglo XIX habían sido más o menos resueltos, pero nuevos problemas continuaban apareciendo. Aprovisionar de agua a tantos millones de habitantes resultaba una empresa difícil. En Nueva York, los acuíferos de Long Island fueron agotados dando lugar a la intrusión salina de las aguas del mar. Situaciones similares se observaban en Francfurt sobre el Mainz, Moscú sobre el Moscova e incluso la hermosa Venecia comenzó a hundirse en su propias aguas pestilentas. Para resolver estos problemas había que encontrar soluciones rápidas. Los planificadores urbanos comenzaron a definir nuevas estrategias, se planearon y concretaron grandes inversiones, se impulsó un proceso de descentralización (en parte planificado, en parte espontáneo) y el aumento demográfico de las ciudades industriales mayores se hizo más lento. El crecimiento de las grandes ciudades del noreste de Estados Unidos (Nueva York, Pittsburgh, Filadelfia, Chicago, etc) disminuyó y un nuevo modelo urbano comenzó a insinuarse. En todo este tiempo, se fue produciendo un decrecimiento incesante de la importancia de la sociedad rural, y en particular del sector agrícola. En los últimos años del siglo XX se registraron proporciones de población rural de menos del 10% en casi todos los países de Europa Occidental y Nórdica. En Gran Bretaña, en 1998, la población dedicada a la agricultura no llegaba al 2%; en Suecia, Alemania y Francia era inferior al 5%. En Estados Unidos y Canadá se observaban cifras similares. Debido a esta estabilización demográfica urbana muchos de los problemas ambientales, incluyendo el abastecimiento de agua y el saneamiento pudieron ser parcial, o totalmente controlados. Con todo, si bien hasta cierto punto éstos se han detenido en el sitio urbano, el impacto de la presencia ciudadana se hace sentir en los territorios rurales que se encuentran bajo su éjida. A principios del siglo XXI las grandes ciudades continúan obteniendo recursos de los ambientes vecinos. El agua es uno de los ejemplos más ilustrativos. Crecientemente, las megaurbes extraen aguas de los ríos y acuíferos pertenecientes a municipios adyacentes, relegando a un segundo plano las necesidades de las comunidades locales, que a menudo no tienen voz ni voto en la toma de decisiones. Aún en los casos en que las poblaciones afectadas se mobilizan
y protestan, las autoridades metropolitanas hacen valer su poder político,
y finalmente, los proyectos son autorizados y ejecutados. Un típico
ejemplo de esta situación se dio en la ciudad de Los Angeles cuando
se apoderó de las aguas de río Owens5,
aún contra la voluntad de los habitantes del valle de este curso
fluvial.
Las grandes ciudades de los países menos desarrollados Los países menos desarrollados están experimentando una réplica de la revolución industrial original. Las ciudades más grandes de las economías inadecuadamente llamadas “emergentes” han abierto sus puertas a muchas de las industrias contaminantes que estaban abandonando las urbes industriales de los países desarrollados. Las grandes usinas metalúrgicas, los complejos de fabricación de automóviles, las industrias químicas de variados tipos, las grandes empresas curtidoras de cueros y muchos otros pilares de la edad industrial comenzaron a brotar en diversos países del mundo: en São Paulo, en Seúl, en Ciudad de México, en El Cairo, en Bombay, en Manila, en Jakarta y en muchas otras metrópolis6. Mientras que la población de las grandes ciudades del pasado, como Londres y Nueva York, se ha estabilizado, las áreas urbanas de los países menos desarrollados continúan creciendo : la ciudad de México tiene cerca de 20 millones en su área urbana y periurbana, São Paulo, 18 millones, Shanghai, El Cairo, Bombay y Calcuta, unos 15 millones cada una; Seúl y Buenos Aires 13 millones, Manila, Bangkok, Jakarta, Istambul y Río de Janeiro más de 10 millones. En varias de stas ciudades se realizaron estudios sobre la disponibilidad y contaminación del agua subterránea con el apoyo del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (CIID) de Canadá (México, São Paulo, Buenos Aires-La Plata, Jakarta, Bangkok, entre otras). Junto con la industrialización y el rápido crecimiento demográfico se hizo presente su impacto ambiental. Los recursos hídricos locales se han hecho insuficientes o han sido degradados de tal modo que ya no pueden ser utilizados. Los caudales de los ríos locales son demasiado pequeños para las nuevas necesidades, y aunque permitieran satisfacerlas parcialmente, el estado de polución impide su aprovechamiento. Las lagunas que podrían proporcionar aguas para el consumo están contaminadas y son inutilizables (por ejemplo, el lago Xolotlán cerca de Managua, o el lago Amatitlán próximo a Guatemala). Los acuíferos subyacentes a las ciudades, que a menudo ofrecen ventajas, por su localización, pureza bacteriológica y bajo costo, están siendo explotados más allá de su capacidad de renovación, y en algunos casos deteriorados. Aún los ríos mayores, que supuestamente poseen un volumen de agua suficiente como para diluir los contaminantes, están sufriendo el impacto de la presencia macro-urbana. El problema es más grave en estas ciudades que en las urbes industriales del siglo XIX, pues los recursos financieros son insuficientes para hacer frente a la creciente crisis ambiental. De todas maneras el costo de la degradación ambiental se paga
de alguna forma. Se solventa con el deterioro de la calidad de vida, las
enfermedades de la población, jornadas de trabajo no cumplidas,
el encarecimiento de la producción y muchos otros efectos indirectos.
Debido a la desigualdad social reinante en los países pobres, este
precio lo pagan sobre todo los habitantes de los barrios marginales. Es
en estos lugares en donde los problemas ambientales son más críticos
y donde hay menos recursos para enfrentarlos.
Aguas y modelos de desarrollo en las áreas urbanas El carácter insostenible del fenómeno megaurbano resulta cada vez más evidente. No hay ninguna gran ciudad en el mundo que pueda sostener por largo tiempo, no ya su crecimiento, sino simplemente su mera supervivencia. El derrumbe de las estructuras y servicios urbanos es palpable por todas partes. A veces, la degradación urbana es más lenta, pero, de todos modos, apreciable. Aún las ciudades que se dan como “modelos ideales” muestran las grietas y fisuras de una tendencia que aparece como inexorable. Los problemas ambientales y de disponibilidad de los recursos hídricos son tan sólo un componente de una situación insostenible. Aún cuando se utilicen enfoques técnicamente apropiados, la mera existencia de una gran marcha urbana tiene un efecto acumulativo cuyo impacto degradatorio se habrá de sentir a mediano o largo plazo. La mayor parte de los problemas no surgen solamente de la insuficiencia de los recursos ni de la tecnología, sino de los modelos de desarrollo en que se basa el funcionamiento del sistema urbano. De nada sirve que una ciudad resuelva sus problemas de agua potable,
de saneamiento, de prevención de catástrofes o de servicios
de salud, si el modelo general del país del que forma parte genera
desocupación, salarios de hambre, migración masiva, inadecuados
precios agrícolas, pérdidas de productividad agropecuaria,
desalojo de los campesinos de sus tierras y otros fenómenos sociales
similares. Cuando una ciudad logra mejorar aunque sea mínimamente
la calidad de vida de sus pobladores, aparecen nuevas tandas de inmigrantes
que anulan el valor de los éxitos. Si los salarios aumentan, permitiendo
un mejoramiento de la situación social e individual, el costo de
la mano de obra deja de ser “competitivo” promoviendo la migración
de las industrias a otros lugares en donde la fuerza de trabajo resulte
más barata. En otras palabras, el modelo capitalista y neoliberal
está enredando al mundo en un círculo vicioso del cual será
difícil salir, a no ser que se repiensen las bases mismas del paradigma
mercantilista en que se basa.
La privatización de los servicios hídricos urbanos Los servicios urbanos de abastecimiento y saneamiento de aguas han estado alternadamente administrados por las autoridades públicas (ya sea municipales, provinciales o nacionales) y por empresas privadas. Los primeros sistemas hídricos de las sociedades industriales fueron desarrollados en Inglaterra y en otros países de Europa Occidental. A medida que tenía lugar la expansión económica y política británica, las compañías de este origen establecieron sistemas de abastecimiento de aguas y saneamiento en algunas colonias y otros países bajo su órbita. Este fenómeno se dio en varios países de América Latina (por ejemplo Argentina y Uruguay) durante la segunda mitad del siglo XIX. En el siglo veinte, al desarrollarse políticas estatizadoras, muchos de estos servicios pasaron a manos del estado (por ejemplo, Obras Sanitarias de la Nación en Argentina, Obras Sanitarias del Estado en Uruguay). La administración pública de los servicios hídricos sufrió los efectos de la cultura política de los países que llevaron a cabo las nacionalizaciones. Hubo una tendencia a la toma de decisiones a corto plazo, dejando de lado las inversiones para el futuro, se omitieron redes necesarias y se instalaron otras de dudosa utilidad, se tomaron decisiones técnicas inapropiadas por motivos políticos, se sobrecargaron los planteles administrativos y se utilizó la recaudación para fines ajenos a la operación o mantenimiento de los sistemas. Para resolver estas limitaciones comprobadas, algunas organizaciones internacionales, como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, propusieron la privatización de los servicios. Esta tendencia se concretó en Gran Bretaña en 1989 con la privatización de diez grandes instituciones hídricas regionales. En Francia ya se habían privatizado dichos servicios con anterioridad (en algunos casos desde el siglo XIX). En los Estados Unidos el abastecimiento y saneamiento están altamente descentralizados. En este país, existen en la actualidad unas 50,000 compañías de agua, de las cuales más de la mitad son de carácter privado. En América Latina, el proceso de privatización se ha desarrollado en forma gradual, pero últimamente ha abarcado un gran número de ciudades. El caso reciente más importante fue probablemente el de la región metropolitana de Buenos Aires, cuya administración hídrica pública, generalmente reputada como ineficiente, ha pasado a manos privadas (Economist, The, 19967; Idelovitch, E. Y Ringskog, K., 19958). En Colombia hubo diversas experiencias privatizadoras con variado éxito (en Medellín se evaluó positivamente la experiencia, mientras que en Santa Marta hubo que dar “marcha atrás”). En México, donde en general los sistemas continúan en manos de los poderes públicos, se otorgaron concesiones a empresas privadas para operar y manejar el sistema metropolitano de la ciudad de México, y se transfirió al ámbito privado la administración de varios sistemas de agua a nivel municipal y estatal (por ejemplo, en el estado de Aguascalientes). En Bolivia, que siguió las instrucciones de las instituciones financieras internacionales, se avanzó considerablemente en el proceso de privatización, con resultados dudosos. Los servicios hídricos de la ciudad de Cochabamba9 fueron privatizados bajo el sistema de concesión10. Recientemente (abril del 2000), al decidirse un incremento de 20% de las tarifas de agua con el visto bueno del gobierno, se produjeron amotinamientos en la población que terminaron con numerosos muertos, heridos y detenidos11. De las experiencias obtenidas hasta el presente se infiere que los procesos de privatización pueden producir resultados diversos y no constituyen, de ninguna manera, una receta infalible para resolver los problemas del agua urbana. En algunos lugares, mejoraron las condiciones de abastecimiento y/o saneamiento, mientras que en otros los resultados fueron francamente negativos. Queda por ver si estos cambios institucionales se reflejarán
en la moderación del consumo superfluo y en la conservación
de los recursos.
Los modelos de desarrollo megaurbanos contemporáneos Estas reflexiones se aplican, con mayor o menor rigor, a todas las grandes ciudades del mundo. Uno se pregunta, por ejemplo, cuál será el futuro de la Ciudad de México y zonas adyacentes, con una población que se aproxima a los 20 millones de habitantes, aún en proceso de crecimiento. Si bien la población del Distrito Federal se ha estabilizado, los niveles demográficos de la región megaurbana del México Central continúan aumentando. El agua local hace ya tiempo que es insuficiente y se han debido realizar cuantiosas inversiones y gastos para traer el agua de fuentes cada vez más lejanas, primero de una batería de pozos en la cuenca del Lerma, luego de varias represas en una cuenca vecina (del río Cutzamala) y últimamente se está por ejecutar una nueva obra en el río Temascaltepec con propósitos análogos12. Al mismo tiempo se han observado fenómenos de contaminación de las napas a partir de los canales de aguas residuales. Si bien en gran medida el acuífero está protegido por una capa arcillosa de varias decenas de metros, se constataron flujos verticales de aguas negras a través de las fisuras de la arcilla, que obligaron a cerrar algunos pozos13. Si la población megaurbana sigue creciendo habrá que extender los acueductos aún más en el futuro, aumentando el costo, tanto económico, como social y ambiental. Parece claro que el modelo de desarrollo de México debe ser revisado, en particular las tendencias, aún vigentes, de crecimiento centralizado. Para ello se requerirá replantear todas las políticas en forma holística. La aplicación de algunas medidas inteligentes podría reducir el problema del agua en forma transitoria. Sin embargo, mientras no se modifique el modelo general, el carácter inapropiado del sistema reaparecerá de otras formas. Otro caso de insostenibilidad urbana lo encontramos en el área metropolitana limeña, en Perú. La ciudad de Lima posee una población de más de 7 millones de habitantes, y se encuentra situada en un ambiente muy árido (llueve poco más de 10 mm anuales). Su abastecimiento depende de los aportes de un río de caudal moderado (el Rimac), que sirve para nutrir la toma principal de La Atarjea y es la fuente de recarga del acuífero local (Binnie and Partners, SEDAPAL, 1987). El sobreuso de las aguas subterráneas ha dado lugar a la salinización y descenso de sus niveles. Al mismo tiempo, la expansión urbana en las orillas del río y la ocupación inadecuada de la cuenca ha disminuido el volumen de recarga y da lugar a episodios de contaminación localizada. Parece claro que la ciudad de Lima se encuentra en un lugar inadecuado, sobre todo si consideramos el volumen de población que alberga. El modelo de desarrollo peruano lleva a que un número creciente de pobladores del interior baje a la costa limeña para engrosar los barrios pobres de la ciudad. La falta de agua generalizada ha desembocado en problemas sanitarios importantes. Uno de ellos fue la reciente epidemia de cólera que desde entonces ha asumido características endémicas. Como en la ciudad de México, la solución al problema limeño pasa por una profunda revisión de las causas que promueven la migración desde las zonas rurales y ciudades del interior. La falta de agua es un síntoma, la enfermedad son los modelos sociales y políticos del país. En las Filipinas y Tailandia, la centralización creciente de las economías de sus dos principales megalópolis ha dado lugar a procesos igualmente insostenibles. Los sitios geográficos de Manila (Filipinas) y Bangkok (Tailandia) no son adecuados para albergar a conurbaciones de grandes dimensiones (más de 10 millones de habitantes). Bangkok utiliza aguas subterráneas, cuyo bombeo continuado dio lugar al descenso de los niveles piezométricos, provocando el hundimiento gradual del suelo. Como la ciudad se encuentra prácticamente al nivel del mar, se crean enormes problemas de drenaje y sanitarios durante las lluvias. Fenómenos similares se han registrado en Manila, y en Jakarta (Indonesia). La situación de São Paulo en Brasil también es
crítica. Prácticamente desde su fundación, la ciudad
estuvo ubicada en un sitio “hidrológicamente” erróneo, demasiado
cerca de la divisoria de aguas principal y lejos de los grandes ríos.
El tiempo y el crecimiento han empeorado la situación. La centralización
económica ha traído muchos millones de inmigrantes que transformaron
la antigua ciudad en una gigantesca urbe de 18 millones de habitantes.
La calidad de vida se ha deteriorado, los costos económicos, humanos
y ambientales se han multiplicado, pero a pesar de ello el crecimiento
continúa. Al igual que en México y Lima, São Paulo
requiere un nuevo modelo de desarrollo que permita relocalizar algunas
actividades urbanas para disminuir el proceso agudo de concentración
que se vive. La aplicación exitosa de políticas en esa dirección
podrán permitir resolver algunos de los problemas urbanos, incluyendo
los de abastecimiento de agua.
La demanda de agua Los problemas de abastecimiento no son los únicos que interesan a la gestión hídrica en las ciudades. Además de la disponibilidad de los recursos (suministro) es necesario considerar las características de la demanda. Este último aspecto, crucial en la gestión del recurso, es frecuentemente e inapropiadamente subestimado. Muchos problemas de abastecimiento de agua a las ciudades no existirían, o serían mucho menos graves, si se formularan e implementaran políticas y estrategias que tuvieran más en cuenta el tema de la demanda. En gran medida, la eficiencia de la gestión hídrica se basa en medidas que tienden a moderar la demanda. En la mayoría de los países y ciudades, incluso en los países más pobres, hay consumo excesivo. El derroche tiene lugar en todos los componentes y fases de los sistemas: pérdidas de las cañerías, actitudes de consumo innecesario promovidas por falta de contabilidad, inadecuadas políticas de precios o tecnologías de los artefactos de agua que promueven gastos innecesarios. Para resolver estos problemas se deben implementar estrategias de gestión que tiendan a reducir la dilapidación del recurso. En la mayoría de las áreas urbanas, la obtención de recursos hídricos suficientes podría ser lograda por muchos años con un mejor mantenimiento, con políticas de precios y contabilidad diseñadas con este propósito, y a través de campañas informativas y educativas en la población (Arreguín-Cortés, 1994).14 Los enfoques que influyen directamente sobre la demanda son mucho más económicos que los que se basan exclusivamente en la planificación e implementación de nuevos embalses alejados y sistemas asociados. A la vez, este tipo de políticas tiende a reducir los efectos negativos sobre los sistemas de agua naturales Desdichadamente, pocas ciudades en el mundo han puesto en práctica enfoques sostenibles en el manejo de sus recursos hídricos. Como habíamos señalado anteriormente, esta situación
es el producto de un modelo de desarrollo que tiende a prioridad el crecimiento
económico sobre la sostenibilidad.
Sostenibilidad y equidad en las áreas urbanas Para resolver los problemas de abastecimiento de agua, las estrategias de gestión deben evaluar las inversiones requeridas comparándolas con los beneficios, para lograr la máxima eficiencia, en un marco de sostenibilidad y equidad. Para cada área densamente poblada hay varias opciones sostenibles y equitativas posibles. Habitualmente los criterios de selección se basan principalmente en los costos de los sistemas propuestos. Sin embargo, hay muchos otros factores que entran en la ecuación. En primer lugar, los sistemas de suministro no deben afectar la sostenibilidad de los recursos hídricos propiamente dichos (esto quiere decir, que los volúmenes extraídos no deben ser mayores a los volúmenes renovados, y que la calidad del agua no debe degradarse). En segundo lugar, el concepto de sostenibilidad debe incluir también la protección de otros recursos naturales de la región (por ejemplo, los ecosistemas fluviales o lacustres). Además de la sostenibilidad ecológica, los sistemas de aguas deben ser socialmente viables y equitativos. Estas desigualdades son visibles en la mayor parte de las ciudades latinoamericanas. En Lima, los usuarios más pobres, que reciben el agua de camiones cisterna, pagan varias veces más caro el metro cúbico que los habitantes de los barrios ricos que están conectados a los sistemas de distribución por cañerías públicas. Del mismo modo, en la ciudad de México, el consumo de las colonias más acomodadas es regular y abundante, mientras que en las zonas conurbadas más populares (por ejemplo, Ciudad Nezahualcóyotl y Chalco) pueden carecer de líquido durante varias horas por día durante ciertas épocas del año. Como señalábamos anteriormente, la implementación
de cualquier sistema de abastecimiento presenta consecuencias socioeconómicas,
no sólo desde la perspectiva de la satisfacción de las necesidades
de la población en forma equitativa, sino también desde otros
puntos de vista. El establecimiento de sistemas de agua genera empleo,
promueve ciertos tipos de industrias, e incluso afecta otras estrategias
urbanas (por ejemplo, estimula el desarrollo de ciertos vecindarios sobre
otros).
El agua y la pobreza urbana En las ciudades, la escasez de agua y la pobreza están íntimamente relacionadas. Cuando la naturaleza no ofrece fácil acceso al agua, las comunidades no prosperan y su desarrollo se ve limitado. Por el contrario, cuando las sociedades tienen acceso al agua en forma abundante y segura, tienen la posibilidad de gastar sus recursos financieros y energía para satisfacer otras necesidades. En las ciudades de América Latina el acceso al agua no es un problema resuelto. Para mucha gente, la obtención del agua requiere esfuerzos o gastos ingentes que afectan seriamente su calidad de vida en todos los órdenes. Ello sucede, en gran medida, porque las compañías administradoras de aguas del continente raramente dan prioridad a los pobres en sus estrategias de gestión. Las “favelas”, “villas miseria”, colonias pobres o “cantegriles” urbanos generalmente están localizadas en áreas marginales, con frecuencia en zonas que presentan problemas técnicos para el tendido de las redes. En muchos casos (como en Lima o en Rio de Janeiro), estas colonias se encuentran en zonas elevadas, de gran pendiente, a una altura superior que la de los tanques de almacenamiento o embalses. El agua debe ser bombeada hacia arriba para acceder a dichos sitios, con lo que se generan costos adicionales. Otras zonas donde normalmente se ubican los sectores sociales más pobres de las ciudades son las llanuras inundables. En ellas la instalación de sistemas de drenaje y cañerías también resulta Difícil y cara. Sin embargo, la falta de servicios en las zonas más pobres no se debe a meros problemas técnicos. En muchos casos, hay una política deliberada que desvía sistemáticamente los escasos recursos de las compañías de agua hacia los barrios residenciales más pudientes y con más influencia a nivel político. Como consecuencia de lo anterior, existen hoy más de 40.000.000 de habitantes de las ciudades de la región latinoamericana que carecen del vital elemento. A su vez, se comprueba que incluso los problemas vinculados con la escasez de agua en los barrios más acomodados de las ciudades pueden también afectar indirectamente a los pobres urbanos. Tal es el caso de Santa Marta y Recife, donde los cortes de agua en los hoteles han afectado la industria turística. Miles de personas que dependen del turismo para su sustento, entre ellos muchos trabajadores pertenecientes a los sectores más pobres de la población, se ven seriamente afectadas por dicha situación en sus ingresos y empleos. El abastecimiento de agua es una cuestión social. En el mundo contemporáneo, las injusticias sociales son la regla. La actual escasez de agua que se sufre en muchas megaciudades del mundo es fundamentalemente eso, una injusticia social. Ella afecta principalmente a aquellos que disponen de menos recursos para buscar soluciones alternativas. La escasez de agua perjudica precisamente a aquellos que viven una existencia precaria en lugares ambientalmente riesgosos, con bajos ingresos y familias grandes. La sed de agua es sobre todo la sed de los pobres. El nuevo modelo de sociedad que imaginamos para el futuro, debe basarse
en compartir los recursos naturales entre todos en un marco de sostenibilidad
ambiental y de respeto. El agua es, sin lugar a dudas, el más importante
de los recursos naturales. Las políticas del agua, por lo tanto,
serán centrales en cualquier concepto de desarrollo verdadero que
se imagine e implemente.
1. Las ciudades pre-industriales rara vez excedían el medio millón de habitantes, Atenas en Grecia (siglos VI y V aC), Bizancio en el Asia Menor (siglos VIII al XI), Fez en Marruecos (siglos XI y XII), Tenochtitlán en México (siglos XV y principios del XVI), Sevilla en España (siglo XV) tenían poblaciones inferiores a la cifra antes mencionada. La población de Roma, que fue, tal vez, la ciudad más populosa de la antigüedad, nunca sobrepasó 1 millón de habitantes. 2. Las sociedades que llamamos “naturales” se basaban (algunas aún se basan) en la pesca, la recolección, la caza, y el cultivo de plantas domesticadas En ellas las actividades de plantación eran (son) de menor entidad que en las sociedades “agro-naturales” o “agrarias”. 3. Lo “rural” es definido en casi todas las lenguas latinas, y en inglés, como “lo que no es urbano”, “opuesto a lo urbano” o “que no pertenece a la ciudad”. Prácticamente no se encuentran definiciones en el sentido afirmativo. 4. Evaluadas de acuerdo a los estándares actuales. 5. En la década de 1920 y 1930. 6. El libro Ciudades Sedientas (Antón, 1997) presenta un estudio en profundidad de los problemas ambientales de las megaciudades de América Latina. 7. Economist, The, 1996; “Water, water everywhere”; 24 de febrero de 1996, pp.65-66. 8. Idelovitch, Emanuel y Ringskog, Klas, 1995; Participación del sector privado en el sector de abastecimiento de agua y saneamiento en América Latina; Directions in Development del Banco Mundial; p.51. 9. Cochabamba es la tercera ciudad del Bolivia (después de La Paz y Santa Cruz) con una población de unos 600,000 habitantes. 10. La concesión de los servicios de agua de Cochabamba le fue otorgada a la empresa Aguas del Tunari, constituida por la International Water del Reino Unido y la empresa Abengoa de España. Estas empresas también fueron encargadas de la realización del proyecto múltiple “Misicuni”. 11. Noticia extraida de La Jornada, 9 de mayo del 2000, comentario de Pedro Miguel, de la misma fecha de ese periódico. 12. El Consejo Nacional de Investigación de México publicó en 1995 un trabajo multidisciplinario describiendo la situación del agua en el valle de México (Herrera Revilla, Ismael et al, 1995; El Agua y la Ciudad de México). 13. A fines de la década de 1980 y principios de la década de 1990 se realizaron varias investigaciones por parte de investigadores del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Universidad de Waterloo que dieron indicaciones de riesgos de contaminación en las zonas de Chalco y Texcoco (Ortega, 1992; Rudolph, 1989). Estos proyectos contaron con el apoyo del CIID de Canadá. 14. Arreguín-Cortés en su trabajo sobre
la eficiencia del agua en las ciudades e industria enumera las medidas
posibles para aumentar la eficiencia: contabilidad en el origen, contabilidad
a nivel del usuario, detección y reparación de pérdidas,
sistemas de tasas, regulaciones, información, educación y
uso eficiente a nivel del hogar.
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